domingo, 15 de mayo de 2011

Mi Maestra Marina

A mi querida Maestra, Marina Silva Chávez
Ya casi se habían terminado las lluvias del verano cuando regresamos a casa, después de pasar una temporada en Iguala, adonde vivían mi tía Alicia y mi tío Vérulo, tratando de encontrar una solución al grave problema de salud que en ese tiempo padecía mi madre, sin tener éxito. No obstante volvimos pues, dijeron papá y mamá, de lo contrario podía perder ese año escolar, ya que hacía varias semanas que habían comenzado las clases. Sin embargo, no hubo problema alguno para que iniciara a cursar el sexto grado, ya que uno de mis primos lo había previsto todo y, tan pronto como llegamos a Gutiérrez Zamora, en mi hermoso Estado de Veracruz, nos notificó que ya me encontraba inscrito en la escuela “Miguel Alemán”, en el grupo de la maestra Marina.
     La noche anterior a mi primer día de clases casi no pude dormir, imaginándome cómo me acogería mi nueva escuela, pues los cinco grados anteriores los había cursado en otra primaria, de la que habían egresado tanto mi hermana como mi hermano. Por si no fuera bastante, los pocos ratos en los cuales sí pude conciliar el sueño, veía a mi nueva maestra, pequeña de estatura, con los ojos rasgados y de carácter agrio, dirigiéndose al grupo: – ¡O terminan pronto, o ya verán lo que les espera! –Mientras acariciaba, amenazante, una regla de metal entre sus manos. ¡Oh, terror! Despertaba una y otra vez, sudoroso y sintiéndome cada vez más angustiado.
     Al llegar a la escuela, arrastrando los pies y mi mochila por los escalones para llegar hasta la planta alta, donde me indicó el señor que hacía la limpieza que se hallaban los grupos de sexto grado, revivía en mi memoria mis pesadillas y, cuando menos me lo esperaba… ¡Ahí estaba ella! Era tal como me la había descrito mi primo David; baja de estatura, morena, con el pelo corto y muy chino y los ojos rasgados. Era de esperarse que también fuera tan mala como me la imaginaba, gracias a los comentarios de mi primo.
     Empezaron las clases y, tras las presentaciones de rigor, por ser un nuevo alumno en el grupo, inició también mi calvario: ¡Dictado de cantidades! En mi escuela anterior no me habían enseñado a escribir tantos números juntos y yo, invadido totalmente por el pánico, escuchaba cómo una y otra vez la maestra dictaba aquellas cantidades exorbitantes que yo nunca alcanzaba a escribir por completo. – No te preocupes, poco a poco aprenderás –me dijo entonces ella al pasar junto a mi pupitre, mientras me hacía un gesto parecido a un guiño, mismo que recuerdo que me inspiró la confianza suficiente como para no salir huyendo de aquel salón de clases, tal y como lo había pensado, en ese preciso instante.
     Pero ahí no terminarían mis tormentos y sorpresas. Después de un par de días tratando de acoplarme a mi nuevo grupo, me di cuenta de algo que hizo que los pelitos de mi nuca se erizaran: ¡La maestra hacía que los niños tejieran y bordaran en la clase de Educación Tecnológica! ¡No podía ser! ¡Debía tratarse de un error! Los hombres no tejen ni bordan, eso es de mujeres, pensaba. O, al menos, eso era lo que me habían enseñado, aunque no recordaba cuándo, cómo, ni si alguien me lo había dicho o, simplemente, yo lo había inferido según lo que observaba.
     Con pena, les dije a papá y mamá que mi maestra Marina quería que eligiera entre tejer un chaleco o una bufanda, o bien bordar un mantel. Mamá me miró, apenas conteniendo una sonrisa; mi padre, abrió los ojos entre asustado y enojado y, tras unos breves segundos, estalló en una sonora carcajada, para después decirme: –Nada de eso. Mañana vas a la carpintería y le dices a mi amigo Juan que te haga un banco, y después le avisas a tu maestra que eso entregarás para  que te califique. –Dicho esto, se dio la vuelta y mamá caminó silenciosamente hacia la estufa para terminar de preparar la comida. Con eso entendí que no se hablaría más del asunto.
     La maestra fingió sordera ante cuantos argumentos le expuse para no tener que bordar ni tejer y, a la hora de la tan temida clase de Educación Tecnológica, me tomó de la mano y fuimos con los demás niños quienes, en un espacio acondicionado para ello, a un costado de donde iniciaba la escalera para llegar hasta la planta alta, se hallaban dedicados cada cual a su labor. Junto con ellos, algunas de las niñas del grupo bordaban manteles; otras, también tejían, según su elección y todas y todos, sin excepción, voltearon a verme, justo cuando me solté de la mano de la maestra Marina y, por no ver el último escalón al bajar, tropecé ruidosamente y apenas pude alcanzar a sostenerme en pie. Mis ojos se encontraron con la mirada de Victoria, la niña que me gustaba, y sentí que, como en las caricaturas que veía por las tardes, de los pies hasta la cabeza me llenaba rápidamente de pena color rojo sangre, hasta ponerme tan colorado de cuerpo y cara, como el chamuco que hubiera deseado que en ese momento me llevara, aunque fuera nada más por un ratito, para sacarme de aquella bochornosa situación. –Hoy nada más observas –me dijo la maestra Marina con determinación, quizá compadeciéndose de mí al ver en mis ojos las lágrimas de puritita vergüenza a punto de salir y correr por mis mejillas.
     Pasaron los días y, a escondidas, mi tía María me compró el gancho y la bola de estambre, con la cara de un felino estampada en la bolsa, que le pedí casi en secreto para empezar a hacer un chaleco. Eso sí, sería café, pues si de todos modos lo tendría que hacer, más valía que siquiera me gustara. Empecé a hacer “cadenitas”, como me indicó mi maestra Nuria que se llamaban aquellas tiras largas que surgían de pasar el gancho entre el estambre, los domingos mientras estábamos en la casa de mi tío César, a donde invariablemente acompañaba ese día de la semana a mi tía María, aún a pesar de las carcajadas de mi tío al descubrirme tejiendo en el cuarto de mis primos, mientras las piezas del rompecabezas que le había pedido que me prestara, yacían todavía esparcidas junto a mis pies. – ¡Así te vas a hacer hombre! –me dijo una sola vez, al descubrir la mirada de mi tía Mary, inquiriéndole ante su osadía; nadie que yo conociera se había resistido jamás a esa mirada que, por sí solita, sin necesidad de palabras, te hacía temblar las piernas.
     Fue un martes por la noche cuando me lo recriminó mi padre, ese día se había tomado varias copas y, sospecho, no pudo callarse más lo que tal vez mi tío César, quien nunca se había caracterizado por ser discreto, le había contado quizá varios días atrás. –Lo sé todo –me dijo, y aquel inicio de diálogo de telenovela, como las que veíamos por las noches con mi tía Mary, me hizo presentir que algo feo se avecinaba. Ya para entonces yo le había encontrado chiste a eso de tejer y llevaba hecha más de la mitad de la parte delantera de lo que sería mi primer chaleco. Al verlo entre sus manos toscas, llenas de callos por el trabajo físico, temí lo peor pero, en lugar de eso, dejó mi chaleco en gestación sobre una silla junto a él y, recargándose, se acomodó para dormir sobre esa silla y la otra, donde se encontraba sentado. Con trabajos pude deslizar mi tejido entre su cara y la silla, para así recuperarlo.
     Al otro día salí a hurtadillas de la casa, cuidando no despertar a papá. Sobrio no solía ser muy comunicativo que digamos, así que durante las siguientes tres o cuatro semanas se limitó a emitir algunos sonidos parecidos a unos gruñidos cada vez que mi madre, vuelta mi cómplice ya para ese entonces, le decía que no había nada de malo en que yo tejiera un chaleco, y agregaba:  –Al menos lo está haciendo él solito, y vieras qué bonito le está quedando –seguramente mientras recordaba que mi hermana jamás quiso bordar el mantel que le dejaron hacer en sexto año, terminando por hacerlo ella misma.
     Montamos una exposición con nuestros trabajos realizados en la clase de Educación Tecnológica, a fin de curso; nuestras maestras, Marina y Nuria, quienes siempre trabajaron en equipo, se mostraban orgullosas de compartir nuestras creaciones con las y los alumnos de toda la escuela, así como con nuestras madres y nuestros padres. Ese año tejí mis primeros dos chalecos, y también un par de bufandas. Posiblemente algunos de mis compañeros varones no volvieron a tejer jamás; otros, como yo, quizá todavía presumimos de saber hacerlo, aunque poco o nada lo practiquemos. Pienso que lo importante fue habernos explorado, como mi madre dice siempre sobre la comida: Si no has probado ese platillo, ¿cómo sabes que no te gusta?
     Era 1985 y todavía no se hablaba de las cuestiones de género. Al menos, yo nunca lo escuché, ni de mis maestros, ni en la televisión, ni en boca de persona alguna conocida. Pero mi maestra Nuria y, sobre todo, mi maestra Marina, no necesitaron de conceptos enmarañados para enseñarnos una lección de vida. Aún recuerdo a las niñas y niños del grupo siguiendo a nuestra querida maestra Marina, Marinita, como le decían sus compañeros y compañeras docentes, los sábados al brincarnos la barda de la escuela para tener clases a las que, entonces no sabía bien por qué, nadie faltaba. Era su forma de enseñar, y seguramente también las historias que nos compartía sobre su juventud, cuando empezó a trabajar como maestra rural y su marido la golpeaba. –Las cosas no tienen por qué ser así, piensen diferente, y sus vidas serán también distintas –nos decía.
     A menudo, en los comerciales de televisión nos parecieran inculcar: “Eres lo que tienes”. Mi maestra nos enseñó que somos lo que pensamos, hacemos y sentimos. Ahora, a tantos años de no verla, sus enseñanzas me siguen acompañando, muchas de ellas propiciadas sin hablar pues, atenta a cualquier contratiempo, actuaba siempre con valentía y entereza, como aquel día en que casi me ahogo en la poza a donde fuimos de excursión y, jalándome de los cabellos por hallarme en lo muy hondo, logró sacarme del agua, contándonos después a todas y todos cómo había aprendido a nadar, siendo niña. 
     En el 85, sin duda, aprendimos cosas importantes en nuestro país sobre la ayuda mutua y la hermandad, a partir de una lamentable desgracia. En mi ciudad natal, por fortuna, se sintió apenas el temblor de tierra tan espantoso que todas y todos tristemente recordamos. No obstante, en mi vida hubo otro terremoto, del que salí airoso reconstruyendo con mayor apertura mis creencias y definiciones acerca de lo que significa verdaderamente ser un hombre. Ello me llevó, sin darme cuenta, a poseer otro criterio respecto de la diversidad, afianzado en el importante mensaje de mi querida profesora, pronunciado sin decir palabra: “Al final, siempre puedes elegir qué hacer y qué no llevar a cabo, pero no descartes realizar actividades que tal vez disfrutarías, simplemente por no hallarse asociadas comúnmente con el sexo al cual perteneces”. Gracias a ti, mi Maestra Marina, aprendí a elegir con libertad.

domingo, 8 de mayo de 2011

Cántame otra canción


Hermes Castañeda Caudana
Cántame otra canción, te dije suplicante, después del primer tango que escuché de tu voz, grave y potente, ahí, a tu lado, luchando por sostenerme en aquellos fierros asidos a mis piernas, débiles todavía.
     Entonces el mundo se volvía aquellas notas que brotaban de ti, mamá, en otra canción de  Carlos Gardel, de las muchas que, como tú, me sabía de memoria porque te escuchaba cada noche al pie de tu mecedora, junto al pozo de la abuela, adonde hubiera deseado permanecer por siempre en la seguridad de tu regazo.
     Silencio en la noche, ya todo está en calma… Iniciaba aquella melodía y yo, miraba embelesado tus ojos color miel, pensando solamente cuánto te quería. Tú eras mi novia adorada. Yo, celoso y posesivo, me sentía en rivalidad con mi padre, en el deseo de que me quisieras nada más a mí.
     El músculo duerme, la ambición descansa. Continuabas. Yo apretaba con fuerza mi biberón con cara de payaso con una de mis manos y, con la otra, me aferraba fuertemente a tu falda, a tu blusa, a ti, mi querida madre, y experimentaba una dicha que compensaba el que no me abrazaras durante el día; imposible, en medio de tu jornada diaria dentro de la cocina donde preparabas la comida para los numerosos habitantes del hogar materno de papá, y las botanas para los clientes de la cantina que él atendía.
     Meciendo una cuna, una madre canta / un canto querido que llega hasta el alma / porque en esa cuna está su esperanza. Tu voz matizaba aquellas frases y yo estaba extasiado, quería viajar sobre las notas que brotaban de tu garganta y después regresar a ti, para robar un beso de tus labios.
     Eran cinco hermanos, ella era una santa; / eran cinco besos que cada mañana / rozaban, muy tiernos, las hebras de plata / de esa viejecita de canas muy blancas. / Eran cinco hijos que al taller marchaban. Tú también, mamá, fuiste una santa. Cada amanecer nos besabas cuando nosotros partíamos hacia la escuela. Papá y tú siempre desearon que mis hermanos y yo tuviéramos las oportunidades que a ustedes se les negaron. Tu pelo, entonces, no era cano ni lo es ahora. Las dolorosas decepciones por el amor de madre no valorado y el sufrimiento por la muerte de mi padre, no han logrado cambiar el azabache por hebras plateadas.
     Silencio en la noche, ya todo está en calma; / el musculo duerme, la ambición trabaja... / Un clarín se oye, peligra la Patria / y al grito de: “¡Guerra!” los hombres se matan / cubriendo de sangre los campos de Francia. Se elevaba tu voz y yo temblaba de emoción, ¿qué sucedería con los hijos de aquella mujer de la que hablaba la canción? Tenía miedo. Sin embargo, mami, yo estaba junto a ti y eso era suficiente para devolverme la tranquilidad. Mis piernas temblaban por el esfuerzo, mientras aguardaba el desenlace de esa historia escuchada tantas veces, que siempre era nueva en tu voz que fluía como las aguas del río Tecolutla a cuya rivera naciste, rechazada por una madre que miraba en ti, el último agravio de aquel hombre que tanto amó. Pobre de él que no escuchó nunca tu voz ni supo cuál era la canción de tu vida. Se perdió del goce de tu melodía de amor y bondad y, acaso su ausencia, volvió más potente tu canto.
     Hoy todo ha pasado, florecen las plantas; / un himno a la vida los arados cantan / y la viejecita de canas muy blancas, / se quedó muy sola, con cinco medallas / que por cinco héroes, la premio la Patria. Me desvelabas otra vez el misterio y yo, sollozaba nuevamente ante la soledad de la viejecita de Gardel, que no acompañarían aquellas frías medallas que le otorgaron a cambio de sus hijos. Mamá, te decía, a nosotros que nada nos separe por favor… Como respuesta, acariciabas mi cara y me contemplabas con la ternura que siempre ha vivido en tus ojos.
     Silencio en la noche, ya todo está en calma; / el músculo duerme, la ambición descansa… / Un coro lejano de madres que cantan  / mecen en sus cunas nuevas esperanzas. / Silencio en la noche. Silencio en las almas. Llegaba el final y yo permanecía fuertemente abrazado a la calidez de tu cuerpo. Nunca más fui tan feliz como en aquellos instantes, cerquita de ti en esas noches en calma cuando el mundo éramos solamente los dos.
     Hoy que los recuerdos reviven mis años de infancia, ¡cántame otra canción! Todavía eres joven, mamá, eleva más fuerte tu voz, que la canción de tu vida tampoco se apague. Mi papá sabrá aguardar hasta que tu esperanza no tenga más flores qué cortar. Esta vez canta también para ti, porque al final cada uno sigue las notas de sus propias melodías. Canta más alto, que tu canción y la mía se encuentren en el silencio de las noches sosegadas en que el músculo duerme y la ambición de amarte persiste, como tu voz en mis oídos.

sábado, 7 de mayo de 2011

Arles y Argos


Te llamas Arles, como aquel lugar donde floreció la inspiración de Van Gogh. Eres demasiado impetuoso para mi carácter sosegado. Posees energía de sobra y a mí, me falta tiempo para jugar contigo y acompañarte por algún lugar soleado adonde puedas correr y saltar, como tanto te gusta. Tal vez mientras yo deseo que apacigües tu afán de explorarlo todo a tu alrededor, te preguntas por qué desperdicio horas preciosas ante mis libros o frente a la computadora. Tu  pelaje es abundante y aterciopelado, tu andar cadencioso y con estilo; tu hambre, insaciable e impostergable; y tu compañía, inmejorable. En tus ojos vivaces y saltones miro los míos como en ningunos, sedientos de la ternura que para mí tú tienes a raudales. Juntos olemos si el viento nos anuncia buenas nuevas, o simplemente, anticipa lluvias o días soleados. Ambos ladramos a la luna, creyéndola cercana y alcanzable, como los mejores sueños perrunos y humanos, mezclados en singular convicción.
     Llegaste a mí porque la generosidad de mi amiga Karla lo permitió. Ella te brindó a mi cuidado, y yo, desde entonces te he mimado con entera devoción. Mi madre no quería un perro más en casa porque ya teníamos a Niza, por eso, la misma fuerza de tus cortas patas al galopar, fue la que jaló de mí hacia una nueva etapa de mi vida, fuera nuevamente del hogar materno.
     Tú, Argos, de nombre tan mítico como el mío, eres la antítesis de Arles. Tu pelaje y el suyo contrastan como el día y la noche; como el chocolate blanco, con la sal y la pimienta. Tu andar es grácil y pausado, sin embargo, corres cual saeta, ágil y preciso. Tus ladridos son tan graves como escasos. Tu apetito, selectivo y mesurado. Eres adicto a mí, como a las moscas que cazas haciendo malabares en el aire. Cachorro sagaz y cariñoso, tu pasado es un misterio. Me pregunto si como sucede conmigo, tu más tierna mocedad es la culpable de esa melancolía añeja en tu mirada.
     ¿Recuerdas cómo nos conocimos? Llegaste una tarde de verano hasta mi puerta y sin más, te alimenté y te estreché en mis brazos. Pensé que quizá te encontrabas extraviado, que en cualquier momento aparecería por la cuadra un pequeño a reclamarte y llevarte consigo, para mi desconsuelo. Aquella noche en que te acurrucaste afuera del lugar donde yo vivía, fue decisiva. Arles protestó ante tu llegada, sin embargo, yo no podía permitir que pasaras la noche a la intemperie en medio de la tormenta que se miraba venir, por eso, te arropé y dormiste bajo la calidez de mi techo. Al día siguiente, te devolví la libertad que tú ya no deseabas. Cuando salí de casa seguiste al vehículo en que me iba, en una impetuosa y larga carrera que rompió mi corazón. Ese mismo día, con astucia, te ganaste la simpatía de Arles, celoso y apabullante como un torbellino. Habías entrado en nuestras vidas para ya no irte jamás.
     El día comienza cuando Arles lo decide, ¿a las cinco o seis de la mañana? Depende de qué tanto lo inquiete el canto de los pájaros o el zumbido de las abejas alrededor de mi cirián. Mi jornada finaliza cuando miro que ambos, junto a mí, aguardan a que yo cese de golpear este teclado y deje de soñar con los ojos muy abiertos, para dar paso al descanso.
     Mis perros son mi debilidad. No los castigo por sus travesuras, quizá porque yo jamás fui reprendido por mis padres. Con ellos, aprendo a fijar las normas que tal vez a mí me faltaron. A falta de ser papá me he convertido en guardián protector de mis dos amigos, con quienes me siento querido y necesario. Ellos son mis tiernos compañeros de sinsabores y en mis ratos de inspiración. Cada recibimiento suyo me recuerda lo inconmensurable que puede ser el cariño sincero. Como las ilusiones, me hacen falta cada día para no desfallecer ante el desaliento y la tristeza. Junto a ellos se unen con afecto los trocitos de mi infancia. Necesito sus ladridos inundando mi espacio y sus lengüetazos de franca felicidad, acariciando mi rostro. Con Argos y Arles, la vida me ha devuelto la inocente esperanza de aquel niño que un día fui.